viernes, 11 de mayo de 2012

Visiones aromatizadas de rojiblanco



Hacía, quizá, 15 años que no regresaba al Manzanares. A volver a pasar frío de verdad en el glorioso (y remodelado) Vicente Calderón. Fui con mi hermano, Luis, que es quien despertó en mí esa realmente funesta atracción y dependencia por los colores rojiblancos cuando todavía estaban el magnífico, único y malogrado Gárate, los exóticos Luiz Pereira y Leivinha, el irrepetible "Ratón" Ayala (a veces pienso que se creó el maldito fuera de juego para eliminar su capacidad de rapiñear balones perdidos en el área), Luis (del que apenas hay nada más que añadir y al que el sobrenombre de "Sabio de Hortaleza“ le iba como anillo al dedo) el sobrio y sólido Capón o el siempre escayolado Leal. Incluso llegamos a ver cómo le rompían la camiseta al internacional Rubén Cano en el Rico Pérez, cuando el Hércules jugaba entre los elegidos.
La posibilidad surgió de casualidad, que es cuando mejor saben las cosas y quizá acaben resultando más exitosas. Como quien no quiere la cosa, y en mitad de la comunión de mi sobrina María, va y me suelta: "Pues hoy juega el Aleti en casa". Lo dijo arrastrando el sustantivo, tanto como lo hacen quienes le tienen ese especial cariño a un club, a un equipo y a una afición que ya no son lo que eran, pero que en su tiempo hicieron temblar los cimientos del fútbol español. Y se calló, pero a mí me dejó rumiando la idea hasta que alcancé el hueso y lo dejé mondo de impedimentos.
El rival merecía la pena: un Málaga crecido a base de petrodólares que coqueteaba con la Champions. Y la ocasión no era tampoco baladí, puesto que los indios no tenían tan claro eso de estar en las prestigiosas competiciones europeas, que son las que te acaban saneando las arcas en los malos tiempos, y más de uno quería jugarse el todo por el todo a una carta con forma de final contra el Bilbao en la UEFA Europa League. Pero yo no. Pensaba que había que seguir luchando y arañando puntos para estar arriba y alejarse de la perniciosa sombra de los sevillistas, además de que se trataba del último partido de Liga en su feudo, en su hogar, en la casa del Cholo.
Así que le dije que sí, que nos íbamos a comprar unas pipas, una bufanda multicolor (las mías estaban en Córdoba) y tras endosarnos una buena Mahou entre pecho y espalda, adquirimos las localidades (las más baratas que la cosa no está para gastos excesivos).

Yo no le expliqué a mi hermano en ningún momento la emoción que me embargaba. Supongo, al igual que le ocurre a la parroquia habitual, que cuando yo vivía en la capital del reino me resultaba muy habitual ir al estadio los fines de semana que me correspondían a disfrutar de las alocadas carreras de Futre, las dianas de Kiko-Gol, el orgullo de mi paisano Manolo, la presencia de peso de Caminero, la furia de Simeone o la inconmensurable casta de "Superlópez". Fue una época en la que se forjaron leyendas (la más bonita, la del Doblete (*), que se ha quedado perdida en un polvoriento pasado durmiendo el sueño de los justos, aunque recuerdo perfectamente que mi padre, madridista de pro, aunque todo un señor, nos invitó a mi hermano y a mí a cenar para celebrarlo).
Y ahí estaba yo. Subiendo las escaleras del Fondo Sur para llegar hasta la zona alta, desde donde antaño (hace ya muchísimo tiempo) disfruté de un partidazo contra el Barcelona junto a mi amigo Juan Francisco, en una tarde extraña en la que los Boixos Nois aparecieron de repente sin escolta de ningún tipo. Y fue tal el silencio que se hizo en la grada con su repentina y libre presencia mirándoles todos nosotros fijamente que el primero de ellos se quedó cortadísmo y levantando las manos dijo aquello de “Esportivitat, ¿eh? Esportivitat”. Y así ocurrió. Las conversaciones volvieron a su cauce normal y el murmullo fue de nuevo generalizado. Ni siquiera hizo falta presencia policial; y eso que fue uno de esos encuentros de muchos goles (3-1) y los tres puntitos, en casa.
Justo lo que hacía falta ante el Málaga. Eso era lo que pensaba cuando de repente se abrió el vomitorio y contemplé el césped verde a través de una leve cortina de lluvia. Se me hizo difícil respirar. Abajo, varios jugadores rojiblancos hacían el rondo con un balón y me olvidé por completo del mal tiempo, de lo peligroso que era el rival y de que por muchos peldaños que habíamos subido, no nos había correspondido plaza alguna bajo abrigo. De hecho había dos localidades a cubierto junto a un par de seguidores boquerones, pero preferimos esperar a ver si se ocupaban antes de iniciar el asalto, como finalmente así fue. Así que nos tocó empaparnos.

Menos mal que la bufanda recién adquirida (plagadita de escudos y multicolor) nos sirvió para protegernos a ambos las rodillas como si fuéramos viejas, y las capuchas mitigaban al menos un poco la persistente humedad del Manzanares. Del trasero mejor no hablar, porque para eso carecíamos de protección útil alguna.
Poco a poco, se poblaba la grada, pero no se esperaba el lleno, a pesar de ser el último partido de la temporada en el Calderón. Calculo que unas 30.000 almas de todos los colores, incluidos los del Frente Bokerón, que los teníamos a mano derecha, allí perdiditos en un rincón y montando mucho jaleo (aunque sano, que todo hay que decirlo).
La primera parte fue lamentable para los colchoneros y una delicia para los forasteros. Mi equipo estaba perdido por completo, incapacitado para pensar y enmarañado en una red del centro del campo, que únicamente le permitía desplazamientos en horizontal, y mal. Eliseu se sacó de la manga un golazo que recibió el reconocimiento de todos los presentes, sólo que deseando los locales que hubiera sido nuestro. Mucha mano a la cabeza, algún grito de cabreo y, sobre todo, silencio rojiblanco… y, por supuesto, bulla blanquiazul.
Y entonces ocurrió. Hicieron falta únicamente los siete minutos restantes para el final de los primeros 45 minutos y que el equipo se marchara al descanso, pero hicieron el efecto deseado. Miré a mi alrededor y todo eran bocatas recién sacados de bolsillos y pequeños macutos, diálogos animados y, sobre todo, ¡sonrisas!
Es que no parecía que fuéramos perdiendo. A nuestra izquierda había, incluso, una muchacha con su camiseta colchonera bien calzada, que bromeaba a voz en grito sobre todo lo que veían sus ojos. Se estaba cocinando un ambiente que yo ya conocía de antiguo y que en su día hizo famosa a esta afición a nivel nacional y que estalló nada más empezar la segunda parte.

He leído crónicas del partido en periódicos especializados y de ámbito general. La mayoría habla de la bronca que echó el Cholo a sus muchachos en los vestuarios para que terminaran reaccionando al baño que les estaba dando el Málaga, pero ninguno menciona la verdadera causa del cambio que se produjo en el Aleti: y es que el jugador número doce había empezado a funcionar poniendo en marcha ésa su máquina tan perfectamente engrasada que nunca termina de oxidarse. La grada se hizo una. Cánticos viejos y persistentes surgían del Frente Atlético y contagiaban al resto de la afición. Las bufandas, chorreando de agua, comenzaron a agitarse (duchando literalmente a los que tenían a su alrededor, pero nadie, salvo mi pobre hermano, se quejó por ello), y el impulso de aliento desde lo alto se acabó concentrando en energía pura sobre el terreno de juego. Y el Aleti se transformó como un licántropo sorprendido por la luna llena.
Koke, primero, y por último Adrián dieron la vuelta al marcador despertando el paroxismo de la parroquia que me acabó arrastrando y empapando más que la propia lluvia. “¡Cálmate, que te va a dar algo!”, me decía Luis, pero a duras penas él mismo podía disimular su alegría. Y cuando el árbitro pitó el final, la emoción contenida –somos indios, y nunca las podemos tener todas con nosotros hasta que se acaba definitivamente- estalló en gritos de júbilo.
Una vez fuera, comprobé que había perdido la voz de lo que había gritado y cantado en el campo. Y antes de enfilar hacia la estación de Pirámides, ésa que tantas veces me había contemplado en mis viajes de ida y vuelta hasta el Paseo de los Melancólicos, volví un momento la mirada hacia el Vicente Calderón para despedirme, sabe Dios si para siempre. Porque como tarde otra vez tanto en regresar, para entonces ese glorioso estadio habrá desaparecido para convertirse en pisos y toda su Historia y las pequeñas historias de su entorno se habrán evaporado en la nada fundiéndose con las fluidas aguas del vecino río.


(*) Esa final de la Copa del Rey, en la que el capitán rojiblanco, Tomás, alzaba el trofeo bien alto, aparece reflejada en un cortometraje, “Hambre Mortal”, que hicimos en 1996 con muchísimo esfuerzo unos amigos y yo, entre ellos, Antonio Sánchez-Escalonilla, y que tenía como protagonistas a mi querido Paul Naschy, colchonero a ultranza y gran bebedor de cerveza, y a Juan Calot, que ahora se pasea por los principales teatros de España, llenándome de orgullo cada vez que leo su nombre (el pobre tuvo que rodar un día con una fiebre de aúpa y el tío lo bordó).


En este punto, resulta por completo imprescindible poner algún que otro video que venga ni que "p'al pelo". Máxime cuando, además, hemos logrado ser Campeones de la UEFA ante un correoso Bilbao, al que hay que felicitar por su garra y por su estupenda afición. ¡Salve, amigos!







Tengo que decir que el siguiente es el cántico del Frente Atlético que más me ha gustado siempre y que me pone los pelillos tiesos como escarpias (sobre todo cuando se usaba hace una década para animar al equipo de forma incansable cuando se iba perdiendo):




No tiene nombre que no haya colgado antes la letra de Soy un socio del Aleti, de Glutamato Ye-Ye. Aquí está:

Nadie en el campo sabía
quién era aquel rojiblanco
tan audaz y temerario
que en el área se internó.
Nadie sabía su historia
mas la afición suponía
que un gran dolor le mordía
como a un lobo el corazón.
Cuanto más duro era el juego
y la pelea más fiera,
defendiendo su bandera
el rojiblanco avanzó
y sin temer el marcaje
del enemigo desatado
supo saltar como un bravo
y a las mallas remató.
Y al mirar a las gradas llenas de gente,
murmuró el rojiblanco con voz valiente:
-Soy un socio del Atleti.
Tengo un hombre en mi nevera.
Soy un socio del Atleti
que va a unirse en lazo fuerte con la hinchada colchonera.
Cuando al fin lo retiraron
en su cartera encontraron
una carta y un retrato
de Luis Aragonés.
Y aquella carta decía:
“Si Muñoz un día te llama,
para mi un puesto reclama,
que a buscarte pronto iré”.
Y en el último pase que le enviaban
un gol de cabeza le consagraba.
Por ir a tu campo a verte,
mi más leal compañera,
me hice socio del Atleti,
la estreché con lazo fuerte
roja y blanca, la bandera.
Roja y blanca, la bandera.
Roja y blanca, la bandera.

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