domingo, 8 de enero de 2012

Saludos al (temido) año 2012

Muy poquito antes de que se iniciara este año tan especial, un buen amigo (Paco Palacios, cuyas múltiples resacas han sido incapaces de eliminar su natural inteligencia) me recomendó “regar” y “abonar” este blog para que luzca atractivo y siga siendo visitado por la gente interesada en estas inmensas nimiedades que alimentan las invisibles y adictivas neuronas del alma. Es cierto que las plantas necesitan de ser mimadas casi a diario si quieres que te regalen con lo más florido de su naturaleza, pero considero esta página azulada antes que como una Rosa Negra como un cactus carnoso y duro, que sólo necesita lo imprescindible para mantenerse con vida y que, de cuando en cuando, se abre en toda su pálida belleza para ser admirado y polinizado, y eternizarse a sí mismo y a su especie. Con ello quiero decir que, por mi parte, es preferible ofrecer escasas ideas vestidas con ropajes de calidad más que cualquier abundante vacío mal adiestrado y carente de concierto; y, para eso, hace falta el bien por excelencia en nuestros días, muy por encima del dinero, el agua, la fama, el reconocimiento o la mismísima fe: el preciado tiempo.
Durante los próximos doce meses, voy a ligar la ciudad cordobesa con un Carcharodon carcharias (aunque extraño, es posible), dentro de la serie de "Mis Terrores de la Calle Osario"; trataré, además, de esbozar las líneas para una película o una serie televisiva de calidad sobre las “hazañas” del lord irlandés Wellington en tierras españolas (a raíz también de una sugerencia por parte de otro amigo -Alfredo Martín-Górriz, un espíritu libre oculto para los ciegos ojos de la industria periodística- para dar rienda suelta a mi afectuosa aversión hacia las costumbres británicas); procuraré avanzar en la reproducción de otro capítulo de la novela corta o cuento largo “La Rosa Negra”; contemplaremos, no sin cierto recelo justificado, hacia la Europa que se está forjando en un mundo que pierde su delicado equilibrio; buscaremos de la mano (robando la innata, aunque cuidadosamente cultivada, sabiduría de un tercer amigo mío, Jesús Ligero) cuál es la economía que sacará a los barrios de sus respectivas miserias (muy a pesar del agobiante neo-imperialismo germano); miraremos juntos, guiados por la luz de un alemán enamorado de México, qué significa realmente el año 2012; aprenderé a colgar mp3 acerca de la música sobre la que me atrevo a hablar; podríamos desentrañar las asombrosas interioridades de la ciudad califal, para lo que nos hará falta la inestimable ayuda del profesor Desiderio vaquerizo y de otros cordobeses sabios e ilustres; “captaremos” nuevas y mejores imágenes para ilustrar la magia de las palabras; aconsejaremos películas y lecturas… Y, quizá, si no me tiembla la mano, os presentaré a mi familia, tan particular y privada que no os prometo nada al respecto, pero, al mismo tiempo, tan llena de gracia y vida rica, que necesito compartirlo antes de reventar de puro gozo…
Entre tanto, y para abrir boca, aquí tenéis un relato amable y benigno con el que iniciar bien el año. Cuidado con los deseos.

VUDÚ
     La noche se anunciaba tormentosa.
     Sabía desde el principio que su mujer era, en realidad, una niña y que nunca dejaría de serlo. Entonces, ¿por qué se había casado con ella? Ni él mismo podía contestar a eso. Dormía a su lado, con los negros rizos cubriéndole desmadejados parte de la cara y su pequeña boca sensualmente semiabierta, respirando con lentitud, con cadencia silenciosa, despertando en el hombre una imprevisible atracción sexual, pero, al mismo tiempo, un sincero rechazo de repulsa.
     ¿Había llegado a odiarla? Si no era así, a qué venía entonces esa irresistible necesidad de que su mujer desapareciera, como si nunca antes hubiera existido.
     Lo único claro era que el hombre tampoco anhelaba la muerte de su esposa. Eso le hubiera destrozado el alma; simplemente precisaba de no haberla conocido ni de haberle pedido una noche helada de invierno que se uniera a él en nupcias. Ni mucho menos, por supuesto, haber cumplido con ese precipitado compromiso nueve meses después.
     Demasiado tarde. Para que ese aborrecible e imperante deseo se materializara, ella nunca tendría que haber nacido.
     Los motivos no importaban, o por lo menos no a él. De hecho, no recordaba ninguno en especial, tan sólo tenía la sensación -real y absoluta- de no ser feliz junto a ella. La impertinencia de que la mujer no hubiera madurado para nada quizá fuera el golpe de gracia, aunque no la razón principal.
Imagen captada de Centroluzbel.
     El primer relámpago iluminó, tímido, el cristal de la ventana durante una décima de segundo. Aguardó, pero no se produjo el familiar sonido del trueno. Se levantó del tibio lecho que guardaba ese leve olor acre a vinagre dulce emanado de los cuerpos cubiertos en la noche y clavó su mirada, a través de la penumbra, en la mansa expresión que mantenía el sueño de la mujer-niña. Es posible que la quisiera; puede que más que a sí mismo, más que a nada en este mundo. Si bien eso era incompatible con el sentimiento de vacío que a menudo le inundaba.
     Vacío no quería decir ni soledad ni insatisfacción, sino meramente eso: Vacío. Mente en blanco; recuerdos, sí, pero similares a fotografías sin vida y ya amarillas por el transcurrir imparable del tiempo. Recuerdos estáticos; puras estatuas esculpidas con materiales y elementos de la imaginación. Pues las vivencias se habían transformado en simples palabras mentales, tantas veces declamadas que ya se las sabía de memoria, y la promesa de la novedad en sus vidas hacía tiempo que se había disipado. Pero, a pesar de todo, la quería.
     Incluso la amaba.

     Un segundo relámpago, más prolongado y agónico, tiñó de azul eléctrico las paredes en exceso recargadas de la habitación, y él pudo contemplarse a sus anchas en el espejo adosado al armario doble. Ausencia de unidad. Todo lo que tenía, incluidas sus ilusiones, lo había compartido sin egoísmos y bien agusto con su mujer; y ella tan sólo había aportado a esta relación su original y fresca presencia, que el hombre supo aprovechar en los momentos más íntimos de la pareja. Nada más. Y no era suficiente.
     Le dolía intensamente este pensamiento. Tenía la impresión de ser el dueño y señor de una importante y fructífera mina, cuya riqueza él sabía perfectamente que algún día tendría que agotarse. Se desplazó saliendo de la estancia. El trueno tampoco vino esta vez.
     En su estudio, sentado erguido sobre la silla de trabajo, notó una leve pero intensa punzada de miedo. La imagen de su esposa como un próspero yacimiento minero le asaltó de nuevo acompañada de una idea insoportable: las minas podían ser asaltadas o explotadas por más de una persona a la vez. Hizo una mueca de fastidio con la boca y su mente giró repentina con escenas de cuerpos jóvenes retorciéndose, entrelazando miembros en sábanas ajenas. Dedos como enanas culebras viscosas que exploraban hasta el más recóndito rincón del universo femenino, provocando manantiales de placer; suspiros que recorrían a la velocidad de la luz toda la superficie de la Tierra, causando la risa de sus acólitos: El soberano Cernunnos, el nuevo Dios Astado. De golpe se hizo el bendito silencio en su febril cabeza.
     El ambiente de la estancia se calentó repentinamente y una gota de sudor le corrió por la sien, acariciándole con mmimo salado el borde del ojo. Cerró con fuerza los párpados protectores, aguantando el escozor, e inhaló el aire del cuarto cargado de electricidad estática. Su boca tenía un desagradable regusto metálico de cobre frío.
     Las piernas le pesaban en demasía mientras caminaba con floja torpeza hacia la ventana para abrirla. Que corriera el aire, que un viento huracanado le azotara la cara arrastrando consigo bien lejos sus funestos pensamientos; en ese instante era su mayor ambición. Pero, tras el cristal, la atmósfera aplastante permaneció inmóvil, insensible a la voluntad apremiante, aunque humilde, de aquel hombre entristecido. A través del vano ya franqueado de la ventana penetró una quietud densa y dulzona. La obscuridad estrellada se mostraba preñada de magia, con una aureola maligna que le susurraba una tonadilla constante y para nada desconocida al oído. El latido vital del Universo. Apestaba a hechizo.
Fue entonces cuando se dio cuenta de que el cielo estaba descubierto. Ni una nube.
Precioso relámpago gigantesco robado a Taringa.net
    El tercer relámpago, intenso y lento, como si hubiera aguantado toda una eternidad para estallar implacable en el momento oportuno, sobresaltó al hombre asomado a la desierta calle. La espalda toda se le erizó con un duradero escalofrío, si bien el susto, a cambio, le despejó completamente obligándole a reflexionar con rapidez; ideas que en absoluto le pertenecían. Se movió hacia el escritorio y recogió la foto en la que su mujer aparecía en medio de él y del mejor amigo de la pareja. Los brazos de ella descansaban sobre los hombros de ambos varones que la flanqueaban y tenía la cara entornada hacia el amigo a quien regalaba con una sonrisa... ¿lasciva?
     Una lágrima cayó con un golpe sordo contra el cristal que cubría el retrato y dejó borrosa su propia imagen. El hombre gimió con lastimera autocompasión y restregó los dedos en un huero intento por secar la resbaladiza superficie. Al contrario, su brusco manoseo extendió el turbio líquido por toda la fotografía empañando los rostros del antaño feliz trío, haciéndolos irreconocibles.
     En mitad del llanto contempló empavorecido cómo la reproducción de su esposa le miraba ahora fijamente sin dejar de sonreír burlona, aunque aquel grotesco mohín no era el de ella, sino el de un duende silvestre de las recónditas selvas de Europa. Un trasgo de boca desmesurada y babeante, con largos dientes renegridos y una bulbosa lengua morada que relamía rauda, de manera repugnante, sus labios de prostituta barata. El hombre quiso desprenderse del retrato, pero sus manos continuaban aferradas a aquel objeto insano y sus grasientas yemas proseguían sobando el cristal con insistencia.
    Mientras, la tonada ganaba gradualmente en intensidad, con un infernal coro creciente de timbales, ahogando sus pensamientos antes negros y ahora indiferentes, apoderándose con ritmo salvaje de su cuerpo hasta que el grito que permanecía prisionero en su garganta halló la libertad suficiente para rasgar su pecho y salir con la energía propia del que se niega a nacer. Por un momento temió que su alarido de angustia hubiera despertado a todo el vecindario, aunque, en realidad, nadie escuchó nada.
    En su cerebro una palabra iba cobrando forma con fuerza. Era una orden enérgica que tanto podría haber surgido de sus más íntimos, secretos y desconocidos deseos como de una voluntad del todo ajena a él que se hubiera adueñado de su persona. En cualquier caso, la obedeció con alivio manifiesto haciendo añicos la fotografía contra el borde de la mesa de trabajo.

Magnífica imagen de blog-de-eddie.com que me viene como anillo al dedo

     Un resquemor. En uno de sus dedos se había alojado una estilizada astilla de cristal, introduciéndose profunda en la carne, pariendo un eclosivo fontanal de vida. Sonrió satisfecho al hilillo de sangre espesa que manchaba de rojo las grietas de su blanca piel. Dolía mucho, pero dio la bienvenida a esa nueva sensación capaz de desplazar al odio y al pánico que le habían atenazado hacía sólo unos momentos. Antes de ir al cuarto de baño para arrancarse la sobresaliente racha de vidrio echó un vistazo a su entorno; aparentemente, nada había cambiado.
    Sacó el algodón y el alcohol que guardaba en un armarito debajo del lavabo. Luego, con manos temblorosas y los dientes apretados, anticipándose al daño, extrajo la transparente esquirla; era larga y ligeramente triangular. Por lo menos le había llegado hasta el hueso. Se desinfectó la herida pensando en si no sería mejor coserla, ya que la sangre no dejaba de fluir por mucho que dejara el dedo bajo un chorro continuo de agua fría. Desechó esa posibilidad porque ello hubiera supuesto tener que despertar a su mujer para que le acompañara a Urgencias, con la consiguiente explicación sobre cómo se había producido el corte.
     El espejo le devolvió un pobre y patético reflejo de sí mismo que le sonrojó de vergüenza. Pero, ¿cómo se había atrevido a pensar siquiera en todas aquellas cosas horribles sobre su esposa? ¡Menuda mezquindad! Negó con la cabeza enarcando las cejas. El rubor no había disminuido. Finalmente, tomó un trozo de esparadrapo y lo fijó al dedo con un puñado de hebras de algodón pegado a la herida, apagó la luz y salió al pasillo.
     La mañana aún no había llegado y todavía podría disfrutar de unas pocas horas de sueño antes de tener que levantarse definitivamente para ir a la oficina. A mitad de camino hacia su habitación se detuvo molesto. Tenía que arreglar el pequeño desastre que había provocado en su despacho. Retrocedió sobre sus pasos hasta un cuartucho donde reposaban los enseres de limpieza, agarró la escoba y el recogedor y, emulando al Genial Hidalgo, marchó a solventar el desaguisado.
    Sonreía con ternura.

    Todo iba a cambiar. Desde mañana mismo. Era cierto que les separaba todo un abismo diferencial en gustos, cultura y costumbres, y tampoco se podía decir que formaran una pareja ideal, pero ¡qué diablos! Alguien tenía que ceder; y si él debía de tragarse su orgullo para sacrificarse y salvar el matrimonio, así sería. Puede que un niño les ayudara a superar la crisis. ¿Y por qué no una niña?
    Sorteó con ciega confianza todos los obstáculos hasta la mesa sin necesidad de conectar el interruptor del estudio. Las luces de la calle le bastaban para realizar su labor. Después no tuvo más remedio que encender la lámpara de la mesita supletoria, porque se vio incapaz de encontrar ni un solo cristal sobre la moqueta del suelo. Dio varias vueltas al mueble con incredulidad: Ni rastro.
    Tragó saliva al tiempo que buscaba la accidentada fotografía por todas partes. Era inconcebible. Estaba seguro de haberla dejado sobre el buró antes de salir de la estancia. Gruñó para aclararse la traquea, la notaba como si se hubiera transformado en goma vieja y le costó trabajo volver a engullir. Desde luego, no se trataba de un sueño; la herida del dedo daba fe de ello, ¿o no? Despegó la cinta y separó él algodón. El hombre admiró absorto su índice perfectamente sano.
    ¿Locura? Imposible; aún recordaba con viveza el sufrimiento cuando el cristal le desgarró por segunda vez la carne al sacárselo y la rabia que sintió al estampar la foto contra la esquina de madera vieja y fuerte. No había probado ni una gota de cerveza, su bebida favorita, y se notaba más lúcido que nunca. Entonces, ¿qué? Frunció el ceño en busca de una respuesta racional. Incluso se tranquilizó algo pensando en que, al menos, la fotografía podría estar en cualquier otra parte, por ejemplo, sin ir más lejos, en el baño. Era bastante verosímil. Muy bien, pero ¿y todo lo demás?
    ¡Bah! Una mala noche, por no decir penosa, y un exceso de imaginación, tan simple como eso. No merecía la pena darle más vueltas al asunto, ¿verdad?
    Se estiró con pereza y, haciendo gala de un paso más elástico, fue hasta su dormitorio. Rompía el alba; si se daba prisa todavía podría descansar un rato tumbado en la cama. Esa idea le hizo feliz. "Descansar, descansar", le reclamaba a gritos su cabeza y le embargó una oleada de paz cuando apartó las sábanas para introducirse bajo ellas. El lecho estaba helado. Junto a él no había nadie.
    ¡Santo Dios! ¿Pero dónde se había metido aquella estúpida? Sólo le faltaba eso para rematar esta dichosa y absurda vigilia. Retiró de una patada la ropa de cama y se puso en pie visiblemente contrariado. Recorrió con avidez el resto de la casa sin encontrarla. ¡A ver si todo iba a ser verdad y la muy zorra le había abandonado al final!
    De nuevo en su alcoba. comprobó azorado que en el armario no quedaba nada de ella; ni un zapato ni una maldita media. Nada de nada. Sus cajones, sus perchas, sus estanterías estaban desocupados. Tampoco en el baño adyacente a la habitación pudo ver ninguno de sus múltiples efectos personales desordenados encima el tocador; no estaban sus fastidiosas compresas, que ella solía colocar despreocupadamente, una vez usadas, sobre el radiador; las cremas de mano, faciales o para el pelo habían desaparecido; su caótico ejército de botes de perfume, frascos de colonia y desodorantes se evaporó en el aire.

Curiosa y sugerente imagen captada de bligoo.com

    Se obligó a dominarse para poder pensar con más calma sentado sobre la cama. En primer lugar, tres años de vida marital fueron suficientes como para que la mujer-niña hubiera acaparado un vestuario capaz de cubrir las necesidades de media China, y en el apartamento no había tantas maletas ni bolsas con las que ella se hubiera podido llevar absolutamente todo lo que tenía.
    En segundo lugar, habría jurado que su esposa estaba sumida en un profundo sueño cuando él se levantó inquieto en plena noche. No había tenido tiempo material para marcharse tan rápida y silenciosamente como, al parecer, había hecho. Además, la casa no era tan grande y él había deambulado constantemente de un lado para otro, ¿cómo era que entonces no la había visto ni oído en todo ese tiempo?
    El enojo dio paso a la preocupación y al miedo.
    Con un suspiro de impaciencia descolgó el teléfono del salón. Al otro lado de la línea, una voz soñolienta se identificó como la Policía antes de preguntar por el motivo de la llamada. Pero el hombre no respondió. Lentamente, bajó el brazo y colgó el auricular. Sus ojos desorbitados revisaban la balda donde, aparte de los libros, la pareja exhibía sus recuerdos más preciados plasmados en papel: Imágenes de sus viajes por el país y por el extranjero, enmarcadas en plata y de todos los tamaños conocidos.
    Seguían allí, sin alterar el estudiado y minucioso orden con que las habían colocado. Primero La Vera, donde recibieron el fresco saludo de los cerezos floridos a principios de la primavera. A su lado Escocia, donde él gozó como nunca, pese al mutismo aburrido de su mujer frente a la inagotable belleza de incontables tonos de verde que sacian el paisaje de las Highlands. Siberia y sus primeras nevadas en septiembre, que despertaron el sincero interés de su esposa y en él una abrumadora sensación de melancolía inexplicable. La Garganta del Cares, las luminosas playas almerienses, Alemania, el norte de África, Guatemala y las imponentes alturas de los Andes, Irlanda y sus fantasías célticas esculpidas en piedra histórica. Todas estaban allí, imperturbables salvo por un perverso detalle. En ninguna de las instantáneas aparecía reflejada su mujer.
    Se dejó caer con pesadez al suelo. Un manto de comprensión repentina se abatió a plomo sobre él y supo con certeza que su ansia de soledad se había cumplido. Su mujer ya no existía.
    La mañana le sorprendió riendo amargamante y las mejillas arrasadas en lágrimas.

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