martes, 12 de julio de 2011

La Rosa Negra (Capítulo I)

Desconozco si la imagen es algo real o no, pero es francamente hermosa...
A partir de ahora, y cada vez que pueda, iré trasladando en notas una novela corta que puede que no guste, pero que a mí me divirtió mucho escribir. se llama La Rosa Negra y como jamás va a ser publicada por nadie ni ganará nunca ningún premio, la quiero compartir con todo el mundo para que no acabe olvidada en un oscuro cajón cogiendo polvo.
Ya que el trabajo se hizo hace mucho, que, al menos, en la actualidad lo disfrute el mayor número de personas posible:

                                                         LA ROSA NEGRA

                                                                     Capítulo I. Sed de aventuras.

Entonces, algo de los Tuk renació en él: deseó salir y ver las montañas enormes, y oír los pinos y las cascadas, y explorar las cavernas, y llevar una espada en vez de un bastón.
J.R.R. Tolkien. El Hobbit.

En una región muy lejana en el tiempo y fuera de nuestra dimensión, habitada solamente por Seres Fantásticos, se adentró un joven del Mundo Exterior. Era pálido, delgado pero bien formado, y tenía unos enormes ojos negros y brillantes como carbones vivos. Vestía con lujo, aunque las únicas armas que poseía eran una delicada campanilla de plata, de la que pendía un tosco badajo de hierro, y una daga de caza forjada con este último material.
Su meta era descubrir la plantación de rosas del Rey de los Elfos y robarle, si podía, la flor que se encontraba justo en medio del jardín, bien guardado por los altos guerreros élficos y por algo más temible aún: la propia magia de la Rosa, capaz de eliminar con su solo roce cualquier hálito de vida que bullera en sus proximidades. O eso, al menos, era lo que se decía por ahí.
El hombre, al que en su familia llamaban Cunneda, no había ideado ningún plan concreto; sin más, su intención era la de entrar, arrancar como fuera la flor y marcharse lo más pronto posible.
Sin embargo, su “elaborada” estrategia se fue al traste cuando se topó, justo a la entrada del jardín, con varias decenas de picas ensartadas en tierra, cada una de las cuales se hallaba coronada con lo que parecían ser cabezas humanas de hombres y mujeres indistintamente, o más bien lo que, en algunos casos, quedaba de ellas. Supuestamente, aquellos espantosos trofeos pertenecían a los pobres desgraciados que, al igual que era el deseo de Cunneda, habían osado intentar apoderarse del Tesoro del Rey de los Elfos. Sus rostros, los reconocibles, mostraban un sufrimiento indecible y muchos de ellos, en verdad antaño hermosos, mantenían la lengua fuera de la boca, en una muesca grotesca que les restaba cualquier signo de humanidad y que provocó en el joven un prolongado escalofrío de miedo.
-¡Pues qué bien, hombre! –se dijo con la respiración entrecortada por la impresión-. En esa maldita taberna no me dijeron toda la verdad.
Y entonces se sentó en el suelo para meditar.
De entre todos los recuerdos que acudieron a su memoria escogió aquél en el que se veía de nuevo en su poblado hibernés, en la choza de su padre, hablando con él sobre la mejor manera de hacerse un hombre con un alto precio de honor sin tener que esperar a que su cara se arrugase como una pasa ni a que las canas inundaran su espesa melena ahora oscura. Evocó, como si aún estuviera delante, la gruesa carcajada que soltó su padre antes de empezar a despotricar, con su característica voz profunda y ajada, aunque firma, sobre la leyenda de la Rosa Negra.
-Los ancianos, ésos que tienen aún más edad que yo, dicen que existe un país donde la Gente Menuda campa a sus anchas y donde nadie les importuna, porque el Buen Dios así lo quiso cuando les entregó aquel maravilloso lugar, que sólo el Oscuro sabe dónde está, y es una lástima que así sea, porque corren ríos de vino de Hispania y de hidromiel de los griegos y de cerveza de casa en cascadas. Bueno, los viejos también aseguran que esos seres han levantado un inmenso jardín en medio de aquella remota región y que su rey (del que sospecho debe de pertenecer a la muy noble raza de los Tuatha de Danann), digo que ese rey logró con su magia que naciera una rara rosa negra –el hombretón escupió supersticioso en el suelo-. Y, por lo visto, la utiliza para esconder entre sus pétalos todo su poder élfico. Según he oído decir, ese poder guarda la forma de agua dorada que, gota a gota, va resbalando por el tallo hasta llegar a las raíces, que son la base y el sustento que unifica a todo ese país, alimentándola eternamente.
Nuada, de los Tuatha de Danann (preciosista dibujo de Jim Fitzpatrick de su obra de 1978 The Book of Conquest), se dispone a combatir al ejército de los Fir-Bolg.

El joven contemplaba abstraído a su padre, con el rostro apoyado en las palmas de sus manos y las chispeantes pupilas abiertas como cuencos. Estaba acostumbrado a que el antiguo guerrero discurseara con infinitos rodeos antes de que, finalmente, se decidiera a dar su precioso consejo. Por este motivo, le dejó continuar con su relato sin interrumpirle groseramente.
-La gente cree, el Altísimo les arregle la podrida sesera, que es posible hacerse con esa flor y aseguran que quien lo consiga podrá utilizar el poder del Rey de la Buena Gente para lograr que todos sus deseos se cumplan. Deseos de todo tipo, muchachete, tú ya me entiendes –el viejo regaló con un pícaro guiño a si hijo, rió y propinó un largo trago a su décima jarra de sidra ácida.
Cunneda esperaba impaciente a que su progenitor se decidiera de una vez por todas a hablar en serio, pero se sorprendió francamente cuando éste siguió barboteando sobre fantasías sin sentido.
-Hay que hacer caso de los ancianos, que para eso han llegado a viejos, y éstos juran por lo que creen más sagrado que la hazaña no es precisamente un juego de niños. Muchos insensatos, ¡vaya si lo son!, incluso algunos de los que vivían en nuestro pueblo, como aquella chica de tu edad, ¿cómo se llamaba? Laurelin, sí, así era; muy bella y fresca… -El hombre calló un instante. Luego enarcando las cejas como si hubiera despertado de un breve sueño, continuó-. Digo que ésos lo han intentado y nunca más se ha vuelto a saber nada de ellos. Claro que es posible que estén prisioneros de la Gente Menuda o, a lo peor, están muertos y bien muertos, ¿quién sabe? Pero mira hijo, personalmente opino que todo eso es una sucia patraña y que si quieres hacerte pronto rico lo mejor es robar haciendo incursiones contra los del pueblo vecino o trabajar, si no tienes más remedio –volvió a reírse y, tras desahogarse soltando un brutal eructo, se desplomó sobre la mesa precipitándose en el sueño hondo y vacío de los benditos borrachos.
El joven no hizo ningún comentario. Se limitó a contemplar el corpachón de su solitario padre subiendo y bajando pesadamente al ritmo que marcaban sus potentes ronquidos. Se trataba de un simple cuento, ¿qué otra cosa, si no?, pero que acabó despertando en él una sensación de ansiosa curiosidad que le llamaba desde el País de los Elfos, estuviese éste donde estuviera.
Recordó también que al día siguiente fue a visitar a uno de los viejos del poblado: un vikingo retirado, de edad indefinida, que un buen día se decidió a apurar sus últimos años de vida en las plácidas tierras de Irlanda, a las que tanto había arrebatado en el pasado y a las que pretendía restituir en algo, al menos con su presencia. Sorensen era su nombre.
El muchacho no era como su padre y, aunque al principio intentó allanarse el terreno con halagos para con el norteño, enseguida se metió en materia.
-Supongo que con esa vida que has llevado, has tenido que viajar mucho –Sorensen asintió en silencio con orgullo-. Y apuesto a que has visto más prodigios y hechos maravillosos que nadie, ¿verdad? –El groenlandés hizo un gesto de perplejo fastidio-. Y, como llevas ya bastante tiempo entre nosotros, estoy seguro de que alguna vez tuviste que oír hablar del Rey de los Elfos y de su Rosa Negra. Dime, ¿tú qué sabes de eso?
-Nada –contestó con su extraño acento norteño dando la espalda a un decepcionado Cunneda.
-¡Qué dices! Eso es imposible; no me lo creo –le achacó el muchacho-. Si hasta me han dicho que gente de nuestro poblado se marchó lejos en busca de la Rosa y que no han vuelto. Tienes que saber algo a la fuerza.
-Muy bien, vale. Es verdad, pero eso no significa que esté obligado a contártelo –sentenció en un perfecto gaélico que en el pueblo donde habitaban se mezclaba con el idioma que, por entonces, se hablaba en el Noroeste de Hispania-. ¿Qué pasa si no me da la gana? Además, ¿a ti quién te asegura realmente que esos idiotas no han huido de sus gordas mujeres en vez de ir a por la rosa ésa? –El viejo corpulento sonrió irónico-. Sí, eso es; con lo odiosas que son vuestras hembras, los listillos ésos se han aprovechado de la leyenda para cambiar de aires y buscar carne fresca que les anime un poco. ¡Je, je! No me extrañaría nada que hubieran acabado sus tristes vidas degollados por bandidos en cualquier camino perdido de este mundo.
El cinismo del nórdico no amilanó a Cunneda, puesto que sabía que el resentimiento del antiguo vikingo se debía al permanente rechazo hacia sus torpes galanteos por parte de todas las mujeres a las que intentó asaltar, ya estuvieran casadas o no. Por eso, volvió a la carga insistente.
-Eso a mí me trae sin cuidado. Lo que me interesa es lo otro. ¿Has oído algo, sí o no?
Sorensen suspiró con fingida impaciencia pasándose una mano ancha y nervuda por su barbada cara. Y, aunque se alejó con lentitud, fue seguido de cerca por el asediante muchacho.
-¡Cómo! ¿Todavía estás aquí? –Preguntó enojado antes de hacer el amago de entrar en su choza; por cierto, una de las más grandes del pueblo-. ¿Es que no me dejarás nunca en paz? ¿Los jóvenes no tenéis otras cosas que hacer más que perder el tiempo con esas pamplinas? Ejercita con la espada, que buena falta te hace, o encuentra una moza y piérdete con ella en el bosque. ¡Qué sé yo!
Cunneda se cruzó de brazos alzando los hombros. Finalmente, el hombretón claudicó ante la tenacidad del muchacho, pero lo hizo con gusto, porque, como a todos los viejos con experiencia suficiente, le encantaba hablar, escucharse y ser escuchado.
-¡Odín me guarde! –Exclamó teatral-. Me rindo; ni siquiera el Padre de las Batallas sufrió un acoso semejante antes de expulsar de Asgard al Señor de la Mentira. Está bien, pesado, ¿qué quieres saber exactamente?
-¡Pues todo! –Se apresuró a responder el joven-. Quiero conocer si hay un país de la Buena Gente; si tengo algún modo de llegar hasta allí; si de verdad esa flor tiene poder; si…
-¿Dónde vas? Espera –le interrumpió Sorensen-. Poco a poco, chaval, poco a poco.
Ambos tomaron asiento en el banco que el viejo espadachín tenía junto a la puerta de su cabaña, en el exterior, y dejaron volar los segundos admirando las evoluciones de las nubes que aquella mañana anunciaban tormenta.
Imagen del espíritu nórdico del bosque llamado
Huldra, cogido de earthandliving.blogspot.
-La Rosa Negra, si en verdad existe, es peligrosa. Muy peligrosa, y por eso es también tan atractiva –comenzó a decir el anciano quebrando de repente el silencio-. Pero no es la única amenaza que acecha en aquel maldito país. Los hulder, a quienes vosotros incomprensiblemente llamáis la Buena Gente, odian a las demás razas del Mundo; ni siquiera los Enanos de las historias que se cuentan en mi tierra natal podrían vivir en paz con ellos. Pero su aversión a los hombres es tan intensa como inexplicable. Si alguien fuera descubierto en aquellas tierras, su vida valdría menos que la de un esclavo, sí señor.
-A mí me han dicho que la Gente Menuda ha raptado a muchos niños sustituyéndolos por troncos de roble con forma humana. Si es cierto que nos odian, ¿por qué iban a hacer eso entonces?
Cunneda, molesto por la malicia del vikingo, tuvo la desagradable sensación de que el anciano se estaba burlando de las creencias hibérnicas, pero no era así. El viejo únicamente estaba contando lo que había escuchado sobre la Rosa Negra, si bien no podía evitar la tentación de contrastar, a modo de inocente competición comparativa, la exuberante fantasía imaginativa de los irlandeses con la no menos abundante fabulación mitológica de su melancólica cuna boreal.
-Por capricho, jovencito. Puro y simple capricho –dijo-. Pero déjame hablar y escucha con atención. Hay un medio de pasar del país de los vivos a Hi-Brasil, la Tierra de la Magia, que está más allá del mar, justo antes de que las aguas se viertan en las Cascadas del Final del Mundo.
Las primeras gotas de lluvia sorprendieron a la pareja en mitad de la conversación y tuvieron que cobijarse en la casa de Sorensen. Dentro reinaba una obscuridad incómoda que solucionaron con una buena hoguera. A medida que las penumbras se retiraban con la luz del fuego, Cunneda pudo contemplar extasiado la apabullante y casi secreta riqueza que el vikingo había ido atesorando durante sus expediciones bélicas de juventud por el continente. Copas de oro y plata, vasijas de cerámica exquisitamente decoradas, figuras de bronce y pergaminos con mapas de tierras extranjeras abarrotaban las estanterías de madera de nogal decorada con tallas de entrelazados, cabezas de dragones y otros monstruos marinos desconocidos para el joven.
El suelo, al contrario de lo que ocurría en el resto de cabañas del poblado, no estaba cubierto por ramas y matojos, sino con raras y gruesas pieles blancas que también mantenían inviolada la intimidad del pirata protegiendo la puerta y las ventanas. Había arcones rebosantes de mantos, túnicas y pantalones, y cofres con anillos, broches y collares de oro rojo.
Junto al catre del anciano, cuidadosamente colgado de la pared, estaba su equipo de guerra formado por un ancho broquel de madera con redondas defensas de hierro protegiendo su superficie, una espada larga, dos lanzas y un hacha de asalto. Justo debajo, sobre una mesita de escasa altura, reposaba una cota de malla y un yelmo de duro cuero curtido. Un cuerno de marfil con incrustaciones de plata remataba el conjunto.
Yelmo vikingo real
"Debió de ser un gran jefe entre su gente", pensó el joven con cierto respeto creciente por su gigantesco interlocutor, "pero, por muchos años que pasen, nunca se adaptará a nuestras costumbres".
Sorensen ofreció vino caliente con especias a su invitado, y el olor del caldo unido al del musgo adherido a los troncos que ardían siseantes en el fuego relajaron la tensión inicial del joven cuando entró en la cabaña.
-Venga, siéntate. ¿Dónde estaba? ¡Ah, sí! Te decía que se puede llegar al país de los Hulder -prosiguió el viejo tras saborear con fruición el líquido de su vaso y relamer con cuidado cada grasiento pelo de su hirsuta y ya rala barba-. Muchos afirman que existe un puente invisible que parte desde el último rincón de la Tierra y llega hasta una puerta guarnecida por runas prodigiosas.
-¿Runas? ¿Qué es eso? -Preguntó Cunneda, quien ignoraba todo lo referente a cualquier tipo de escritura.
-Es magia en su estado natural, pero atrapada en palabras dibujadas. Y ahí está el primer peligro, en las runas, si es que de verdad existe esa puerta, claro.
El joven frunció el ceño ante el exceso de incredulidad que mostraba Sorensen, y éste se dio cuenta.
-Mira, muchacho, una cosa es que te cuente lo que a mí me han dicho desde que era un mocoso como tú y otra muy diferente es que me lo tenga que creer, ¿estamos? Pues no me fastidies más y déjame acabar. Me estoy temiendo que se te ha metido en la cabeza la absurda idea de ir hasta allí, ¿no es eso? -Cunneda asintió sin vacilaciones-. En ese caso, primero deberás de dirigirte al Oeste hasta llegar a la playa y luego hacerte con una barca para alcanzar la isla de los salvajes. Allí la cruzarás de punta a punta, siempre hacia el Oeste; entonces verás el Gran Mar, donde habitan los enormes kraken. Una vez que llegues, busca un poblado y pregunta a la gente. Creo que te constestarán gustosos a todo lo que quieras saber.
El vikingo calló y se sirvió más vino. Cunneda le contempló espectante, pero cuando el silencio se hizo demasiado largo se levantó del asiento.
-¿Es que no me vas a decir nada más?
-No -contestó lacónico el viejo mientras se rascaba distraído las cicatrices del brazo.
-¿Ni siquiera me darás el nombre del pueblo ni me dirás con quién tengo que hablar? -Dijo apurado el muchacho, quien ya se había decidido firmemente a ir al encuentro de la gloria y la fama inmortal siendo el primer humano que lograría llegar a la región de los elfos y, por supuesto, ¡seguir viviendo para contarlo!
Sorensen dudó antes de contestar.
-El nombre del pueblo es lo de menos. Quien lo busca con interés acaba por hallarlo, eso es seguro, y también creo que tienen una taberna donde acogen con calor a los que se gasten algunas monedas de cobre en beber su repugnante cerveza. Esos salvajes no saben ni elaborar buena bebida -añadió en un susurro confidencial-. Ahora, por Ukko, déjame tranquilo. Estoy harto de hablar -había un claro tonillo de envidia en sus palabras.
Cunneda abandonó la casa pensativo y en recogido silencio. Ni siquiera se dio cuenta del chaparrón que estaba cayendo. En la choza, y esto el muchacho no lo sabía, el vikingo se plantó ante sus armas y las acarició con reverencia.
-Esa tierra existe -murmuró para sus adentros recordando las historias sobre algunos drakkars que arribaron a costas occidentales tras cruzar por el Norte del Atlántico-. ¡Ah! Si tuviera unos años menos...




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